Si no somos intercesores que lloran y agonizan, lo más pronto que confesemos que hemos perdido el agonizante anhelo de ganar almas, mejor será para la causa de Cristo. Fijémonos en el sorprendente hecho inexorable de habernos acostumbrado a los pesados pasos que dan las almas perdidas, las que vagan por los caminos, hacia una eternidad sin Cristo.
Parece que hemos perdido el poder de llorar, de luchar, de rogar y de agonizar por las almas perdidas. Las multitudes que están sin Cristo no tienen la convicción de su condición de estar perdidas, simplemente porque a nosotros nos falta la convicción y la clara visión acerca de su estado horrendo de eterna aflicción.
Jorge Whitefield gritó “Denme almas o tome la mía…” Existe una pasión por las almas, una carga profunda por los hombres, y, una solicitud por el rebaño de Dios, la cual mendiga palabras, exhala suspiros y derrama lágrimas».
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